…Intento imaginar el conjunto imposible de las palabras que he pronunciado o escrito a lo largo de mi vida y me produce vértigo esa cacofonía, el volumen de la pira de letras hueca que se aplicaron a ordenar mi cerebro y mi laringe con esfuerzos inconstantes -que ardieron en un segundo-, dedicados a intentar sin éxito perseguir razonamientos con los que petrificar lo que no necesitaba explicarme a mí misma tanto como lo que sigo sin comprender. Ninguna de esas palabras se hizo cargo de nada. Todas resultaron injustas, prescindibles, excesivas o insuficientes, todas fueron torpes, imprecisas, erradas, desesperadas, falsas. Mi arrogancia me avergüenza: si el logos se construye hablando, entonces mi razón es tan indolente, tan superficial y endeble como todo lo que sale por mi boca. Y tal vez sea hora de cerrarla -también la boca- y desistir.
Asumo de mi entendimiento que su alcance, su fiabilidad sean los de un instante en el tiempo -lo que dura un recuerdo en la memoria de un pez-, mi conciencia, la de un animal. Mi razón limita al borde de mi piel irresponsable y deduce de mis vísceras. Discurre a empujones de un corazón demasiado tórrido, rebotando de mis manos de aprendiz de primate obsesivo a mi cerebro perpetuamente ensimismado, de mi oído de polilla taxativa a mis retinas de halcón narcotizado, del olfato de un sabueso riguroso a mi boca invariablemente ansiosa.
Yo tampoco “sé vivir”. Acepto que soy sólo carne palpitando, un animal más, estupefacto sobre un risco frente a las estrellas, de los que andan solos porque espantan, auto-confinado al silencio y los sueños. Allí es al menos donde me siento a salvo. Allí es a donde siempre vuelvo.
ADENDA:
A los 25 empecé lo que pretendía que fuera mi segunda carrera y me matriculé en el Conservatorio. En aquél tiempo el examen de acceso consistía en tararear primero unas cuantas escalas que el examinador improvisaba al piano y cantar después una canción tradicional, elegida por el aspirante siempre y cuando estuviera incluida en el Cancionero Español. Aprobé con mi versión -rara, sí… pero perfectamente entonada- del clásico “No te mires en el río”, y durante dos años estuve sentada en la última fila cantando a pleno pulmón -Doña Pilar, la profesora, así lo recomendaba- secuencias de solfeo junto a niños con pantalón corto: lo pasaba de muerte… Pero empezaron a ser demasiados horarios y nuevos exámenes que estudiar para alguien que venía haciéndolo los últimos 18 años, que acababa de independizarse, trabajaba por la mañana y preparaba su primera exposición y un doctorado por las tardes. Dejé el Conservatorio y me conformé con empezar haciendo labores de pinche torpe los fines de semana con mis amigos de Nonipoco -los Talking Heads de la terreta- para acabar componiendo alguno de sus temas y bastantes arreglos. Cuando conseguimos sonar de forma más que digna, pasamos de atronar a los vecinos con amplificadores del tamaño de una lavadora y repeticiones obsesivas, a hacerlo todos los sábados en un pub de barrio ante media docena de parroquianos e incondicionales. Nunca intentamos ir más allá: ninguno pensaba en otra cosa cosa que no fuera disfrutar haciendo ruido y allí, simplemente, nos dejaban. Por falta de tiempo, Nonipoco se disolvió en su punto álgido -como debe ser-: con un repertorio original, bastante amplio, y que empezaba a sonar muy potente y empastado (espero digitalizar pronto las grabaciones que conservamos). Me quedé sola con mi piano -sintetizado- y durante casi dos décadas no volví a tocarlo más que muy de vez en cuando; para no olvidar las pequeñas piezas que había compuesto, pero también cada vez que perdía las ganas de pensar.
Hace seis años, para sobreponerme a los días necesité algo más que dejar simplemente que pasaran, y ahí estaba el piano en su funda, listo para oirme sin hacer preguntas, y ahí estaban también los medios por primera vez: un cable de midi y nuevos programas de software me permitían grabar composiciones y corregir mis errores, editarlas, añadir instrumentos, sonar como una banda o como una orquesta sinfónica, multiplicarme por 7 o 70. Volví a pasar de disfrutar la música de otros a querer hacer la propia, la que quería oír, con el mismo hambre y por la misma necesidad.
La música fue mi primer instinto documentado, mi primer asombro, primer juego solitario, primer proveedor de júbilo y primero de congoja. Desde entonces, he sido aprendiz de pianista, bajista frustrada, solista de riffs de guitarra eléctrica en mis sueños, cantante sentida en la ducha y el karaoke. Y jugar a hacerla es lo único que consigue hipnotizarme la tristeza, librarme a mí de mí, sacarme afuera o devolverme adentro, gastar mis excesos de emoción o restituirla, librarme de la superficie verbal, traerme de vuelta a un territorio donde apenas manda mi cerebro. Hacer música es como nadar: entrar en otra dimensión.
Me gusta andar cuando no tengo preocupaciones con alguna musiquilla en la cabeza; a veces las murmullo para mí, a veces la silbo; mis pasos siempre inician solos la base del ritmo, todo lo tiene; a veces, la nota del sonido de una sirena, un golpe, una voz, el ladrido de un perro entra a tiempo y completa melodías de forma inesperada, dirige el camino en una dirección imprevista; otras veces, esas mismas interrupciones me hacen perder la pista, y a menudo bastan los pasos para recuperarla al ritmo. Hasta el terrible paisaje sonoro de una ciudad resulta fértil a la hora de intentar “atrapar mariposas”: en ninguna otra tarea la suerte forma tan parte del juego, del proceso, e interviene tan a menudo, fácil, tan provechosa. Mi responsabilidad acaba pronto: cualquier semilla florece si el jardinero la atiende. Añado capas, veladuras y textura, pinceladas, borro. Nunca espero lo que acabó creciendo: me aplico a hacer audible lo que un germen ostinato va pidiendo. Ese es justamente el juego.
Todo tiene ritmo. Ni siquiera cuando escribo dejo de escucharlo en las palabras y así, acabo desquiciando su sentido jugando a apurar sonidos, forzándolas a retumbar: la música me libra de su coartada, y de su precisión inexcusable, y de mi desesperante torpeza. Siendo todavía más bruta, sin embargo a través de las notas no duda la emoción -siempre es muy simple, está en la garganta- del impulso que la empuja, no se detiene a analizar fundamento de lo que la precipita: simplemente estalla, o susurra, o enmudece aquí y ahora: no hace cálculos de más tiempo que el de sus propios latidos, no se pospone al futuro, nace, se ejecuta y muere en eterno presente sobre el silencio, su contrario complementario, su origen. Precede al lenguaje y empieza donde acaba éste, fuera de los límites de la razón u obedeciendo a una inefable: razón sensual, lógica epidérmica que obedece a un sentido sentido por los sentidos.
Trabajo dulce que no es trabajo: juego de nuevo hipnótico y obsesivo (que se alimenta de él mismo y no descansa hasta que no agota). Juego de nuevo a mi alcance, porque se deja jugar en solitario, y que sin embargo es el único que disfruto haciendo en grupo. No hay nada comparable a la experiencia de interpretar música entre varios (no importa el género, ni su calidad; no hacen falta ni siquiera instrumentos, basta cantar para comprender lo que reconozco y envidio cada vez que miro las caras de los músicos en cualquier concierto): gente desvestida de discurso (lo más parecido a una orgía) consiguiendo hacer hablar al cuerpo, manifestaciones de simple emoción y, si hay suerte y todo encaja por un momento, consiguiendo una más grande entre todos. Participar garantiza momentos de gozo, felicidad verdadera que nadie debería morir sin experimentar, oportunidades de verdadera trascendencia metafísica: “À part dans l’acte sexuel, il y a peu de moments dans la vie où le corps exulte du simple bonheur de vivre, est rempli de joie par le simple fait de sa présence au monde.” Houellebecq lo expresa de una forma muy sencilla. A mí me excusa que aún estoy sólo aprendiendo a callarme.