About me

Some answers to not frequently asked questions:

My name is Victoria Contreras Flores, I am a music composer based in Spain and I produce soundtracks for videos, games, TV, films and advertisements. I make electronic music that people often describe as weird, strange, although my processes are very simple. I use a keyboard / piano, 5 octaves with standard size keys to compose. A midi connection allows me to record in real time what I improvise (when it’s for video, directly over the images that I see for the first time) letting me go by something as superficial as immediate emotion. Later, once accomplished the first outburst, I try to listen “from outside” the artifact. And I correct, edit and fix, change instruments, add layers and chiaroscuro, I order chaos as if I were outside. But I do not usually change substantially the direction of what is triggered. I choose instruments that sound more “real”: piano, strings, simple brass, jazz bass, percussions. I rarely, or never, I use samples, pre-programmed loops, and when I do, they are single basic percussion instruments (shakers sound better than I build) or sounds from real things (mechanical, human or nature sounds) that I like to use as instruments.

 I am responsible of every one of the notes and chords. And although except for my keyboard, I use instruments that are not real, yes they are my decisions, my ear, my sense of rhythm, my memory, emotion that moves me (I achieve or not transmit), and the time that everything runs together, at least for the first time: music, even recorded since the phonograph was invented, at least for me, it is linked both to immediate emotion as it memory.

Finally, I try to distance myself further and equalize the whole as correctly as possible, as if I were both the apprentice conductor of the orchestra who plays me and the apprentice sound engineer who recorded. I’m not complaining: at least, I have tools that allow me to try it and I enjoy myself almost as much as I were.

My generation grew up on PUNK. A neat punk, it is true, from middle class, from university, but who also tried to express himself without prejudices on music or instruments.

David Byrne, Joy Division, Bowie, Lou Reed, but also Prince, new wave and post-punk, stylistic elements of punkrock, progressive rock but also the funk in the clubs of the eighties – before the german electronic techno sweep after which I stopped having fun going dancing-; but also popular music, flamenco, fanfares, bands in religious processions, moorish airs, pop, jazz, classical and also minimal cultural influences, experimental and minimal musical keys, also with pleasent real sounds -hearbeats, winds, animals, rain- or unpleasant marks -as firecrackers, machines, city noises, sirens, barking, drills and engines-: without knowing then that my classical training was going to have to surf the centrifuge of the advent of the digital age, I couldn’t list influences simply because all the music created and its History are that for me. I always listen carefully to any new musical development regardless of the genre it falls into, and I always learn something new.

Alguna respuesta para preguntas poco frecuentes:

Mi nombre es Victoria Contreras Flores y hago música electrónica que a menudo algunos califican como “rara”, aunque el proceso es muy sencillo. Para componer utilizo un piano/teclado de cuatro octavas con teclas de tamaño convencional. Su conexión midi, a través de un programa de software, me permite grabar en tiempo real lo que comienzo improvisando (cuando es para video, directamente sobre las imágenes que veo por primera vez), dejándome llevar por algo tan superficial como es la emoción inmediata. Más tarde, una vez concretado más o menos el primer arrebato, intento escuchar “desde afuera” el artefacto. Y corrijo, edito y arreglo, cambio instrumentos (prefiero los que suenan más “reales”: piano, cuerdas, vientos, bajos, percusiones), añado capas y claroscuro, ordeno caos como si me fuera ajeno. No suelo cambiar sustancialmente la dirección de lo que se desencadenó primero. Salvo en raras ocasiones (15 segundos de un cover que no intenta disimularse, sino que funciona a modo de cita al final de una escena, una pieza medieval japonesa que incorporo en otra, como un muzak de ascensor), nunca utilizo samples. Los únicos loops ajenos o pre-programados que utilizo son sonidos grabados de la realidad (emitidos por humanos y otros animales, sonidos de la naturaleza, sonidos de la ciudad, de las cosas), que me gusta entender como instrumentos.

Soy responsable de todas y cada una de las notas y acordes y, aunque a excepción de mi teclado utilizo instrumentos que no son reales, sí lo son mis decisiones, mi oído, mi sentido del ritmo, mi memoria sonora, la emoción que me mueve y el tiempo en el que todo junto se ejecuta, al menos, por primera vez. La música, aunque sea grabada desde que se inventó el fonógrafo, al menos para mí, está ligada tanto a la emoción inmediata como a su recuerdo.

Finalmente, cuando doy el trabajo por terminado, intento distanciarme aún más y ecualizar el conjunto de la forma más correcta posible, porque el medio me obliga a ser también el aprendiz de director de la orquesta que me interpreta y a la vez el aprendiz de ingeniero de sonido que lo graba. No me quejo: dispongo de las herramientas que me permiten intentarlo y divertirme creo que casi tanto como si lo fuera en realidad.

Mi generación creció en el PUNK. Un punk aseado, es cierto, de clase media, de universidad, pero que igualmente pretendía expresarse sin prejuicios en cuanto a la música y los instrumentos. David Byrne, Joy División, Bowie, Lou Reed, pero también Prince, new wave y post-punk, elementos de estilo del punkrock, del rock progresivo y el funk predominante en las discotecas de los ochenta -antes de que arrasara el tecno energúmeno electrónico alemán, a partir del cual dejó de divertirme ir a bailar-, pero también música popular, flamenco, fanfarrias, bandas en procesiones religiosas, aires arabes, influencias culturales del pop, el jazz, la música clásica y el minimal, claves musicales experimentales y mínimas, pero también sonidos de la naturaleza -latidos, respiraciones, animales, vientos- , y marcas desagradables como las máquinas, ruidos de la ciudad, sirenas, ladridos, taladros y motores: sin saber entonces que mi formación clásica iba a tener que surfear la centrifugadora del advenimiento de la era digital, no podría enumerar influencias simplemente porque toda la música creada y su Historia lo son para mí. Siempre escucho atentamente cualquier novedad musical independientemente del género en el que se inscriba, y siempre aprendo algo nuevo.

victoria__contreras_pianobrushes
victoria__contreras_piano
victoria__contreras_pianohand
victoria__contreras_pianopainting
previous arrowprevious arrow
next arrownext arrow

ADENDAS: SENTIDO SENTIDO

ADENDA 1:

…Intento imaginar el conjunto imposible de las palabras que he pronunciado o escrito a lo largo de mi vida y me produce vértigo esa cacofonía, el volumen de la pira de letras hueca que se aplicaron a ordenar mi cerebro y mi laringe con esfuerzos inconstantes -que ardieron en un segundo-, dedicados a intentar sin éxito perseguir razonamientos con los que petrificar lo que no necesitaba explicarme a mí misma tanto como lo que aún no logro comprender. Ninguna de esas palabras se hizo cargo de nada. Todas resultaron injustas, prescindibles, excesivas o insuficientes, todas fueron torpes, imprecisas, erradas, desesperadas, falsas.  Mi arrogancia me avergüenza: si el logos se construye hablando, entonces mi razón es tan indolente, tan superficial y endeble como todo lo que sale por mi boca. Y tal vez sea hora de cerrarla -también la boca- y desistir.

Asumo de mi entendimiento que su alcance, su fiabilidad, sean los de un instante en el tiempo -lo que dura un recuerdo en la memoria de un pez-, mi conciencia, la de un animal.  Mi razón limita al borde de mi piel irresponsable y deduce de mis vísceras. Discurre a empujones de un corazón demasiado tórrido, rebotando de mis manos de aprendiz de primate obsesivo a mi cerebro perpetuamente ensimismado, de mi oído de polilla taxativa a mis retinas de halcón narcotizado, del olfato de un sabueso a mi boca invariablemente ansiosa.

Yo tampoco “sé vivir”. Acepto que soy sólo carne palpitando, un animal más, estupefacto sobre un risco frente a las estrellas, de los que andan solos porque espantan, auto-confinado al silencio y los sueños. Allí es al menos donde me siento a salvo. Allí es a donde siempre vuelvo.

ADENDA 2

A los 25 empecé lo que pretendía que fuera mi segunda carrera y me matriculé en el Conservatorio. En aquél tiempo el examen de acceso consistía en tararear primero unas cuantas escalas que el examinador improvisaba al piano y cantar después una canción tradicional, elegida por el aspirante siempre y cuando estuviera incluida en el Cancionero Español. Aprobé con mi versión -rara, sí… pero perfectamente entonada- del clásico “No te mires en el río”, y durante dos años estuve sentada en la última fila cantando a pleno pulmón -Doña Pilar, la profesora, así lo recomendaba- secuencias de solfeo junto a niños con pantalón corto: lo pasaba de muerte… Pero empezaron a ser demasiados horarios y nuevos exámenes que estudiar para alguien que venía haciéndolo los últimos 18 años, que acababa de independizarse, trabajaba por la mañana y preparaba su primera exposición y un doctorado por las tardes. Dejé el Conservatorio y me conformé con empezar haciendo labores de pinche torpe los fines de semana con mis amigos de Nonipoco -los Talking Heads de la terreta- para acabar componiendo alguno de sus temas y bastantes arreglos. Cuando conseguimos sonar de forma más que digna, pasamos de atronar a los vecinos con amplificadores del tamaño de una lavadora y repeticiones obsesivas, a hacerlo todos los sábados en un pub de barrio ante media docena de parroquianos e incondicionales. Nunca intentamos ir más allá: ninguno pensaba en otra cosa cosa que no fuera disfrutar haciendo ruido y allí, simplemente, nos dejaban. Por falta de tiempo, Nonipoco se disolvió en su punto álgido -como debe ser-: con un repertorio original, bastante amplio, y que empezaba a sonar muy potente y empastado (espero digitalizar pronto las grabaciones que conservamos). Me quedé sola con mi piano -sintetizado- y durante casi dos décadas no volví a tocarlo más que muy de vez en cuando; para no olvidar las pequeñas piezas que había compuesto, pero también cada vez que perdía las ganas de hablar.

Hace años, para sobreponerme a los días necesité algo más que dejar simplemente que pasaran, y ahí estaba el piano en su funda, listo para oírme sin hacer preguntas, y ahí estaban también los medios por primera vez: un cable de midi y nuevos programas de software me permitían grabar composiciones y corregir mis errores, editarlas, añadir instrumentos, sonar como una banda o como una orquesta sinfónica, multiplicarme por 7 o 70. Volví a pasar de disfrutar la música de otros a querer hacer la propia, la que quería oír, con el mismo hambre y por la misma necesidad. Porque la música fue mi primer instinto documentado, mi primer asombro, primer juego solitario, primer proveedor de júbilo y primero de congoja. Desde entonces, he sido aprendiz de pianista, bajista frustrada, solista de riffs de guitarra eléctrica en mis sueños, cantante sentida en la ducha y el karaoke. Y jugar a hacerla es lo único que consigue hipnotizarme la tristeza, librarme a mí de mí, sacarme afuera o devolverme adentro, gastar mis excesos de emoción o restituirla, librarme de la superficie verbal, traerme de vuelta a un territorio donde apenas manda mi cerebro. Hacer música es como nadar: entrar en otra dimensión.

Me gusta andar cuando no tengo preocupaciones con alguna musiquilla en la cabeza; a veces las murmullo para mí, a veces la silbo; mis pasos siempre inician solos la base del ritmo, todo lo tiene; a veces, la nota del sonido de una sirena, un golpe, una voz, el ladrido de un perro entra a tiempo y completa melodías de forma inesperada, dirige el camino en una dirección imprevista; otras veces, esas mismas interrupciones me hacen perder la pista, y a menudo bastan los pasos para recuperarla al ritmo. Hasta el terrible paisaje sonoro de una ciudad resulta fértil a la hora de intentar “atrapar mariposas” (gracias, Gustavo): en ninguna otra tarea la suerte forma tan parte del juego, del proceso, e interviene tan a menudo, fácil, tan provechosa. Mi responsabilidad acaba pronto: cualquier semilla florece si el jardinero la atiende. Añado capas, veladuras y textura, pinceladas, borro. Nunca espero lo que acabó creciendo: me aplico a hacer audible lo que un germen obstinado va pidiendo. Ese es justamente el juego.

Todo tiene ritmo. Ni siquiera cuando escribo dejo de escucharlo en las palabras y así, acabo desquiciando su sentido, entreteniéndome en apurar sonidos, forzándolas a retumbar: la música me libra de su coartada, y de su precisión inexcusable, y de mi desesperante torpeza. Siendo todavía más bruta, sin embargo a través de las notas no duda la emoción -siempre es muy simple, está en la garganta- del impulso que la empuja, no se detiene a analizar fundamento de lo que la precipita, simplemente estalla, o susurra, o enmudece aquí y ahora: no hace cálculos de más tiempo que el de sus propios latidos, no se pospone al futuro, nace, se ejecuta y muere en eterno presente sobre el silencio, su contrario complementario, su origen. Precede al lenguaje y empieza donde acaba éste, fuera de los límites de la razón u obedeciendo a una inefable: razón sensual, lógica epidérmica que obedece a un sentido sentido por los sentidos.

Trabajo dulce que no es trabajo: juego de nuevo hipnótico y obsesivo (que se alimenta de él mismo y no descansa hasta que no agota). Juego de nuevo a mi alcance, porque se deja jugar en solitario, y que sin embargo es el único que disfruto haciendo en grupo. No hay nada comparable a la experiencia de interpretar música entre varios (no importa el género, ni su calidad; no hacen falta ni siquiera instrumentos, basta cantar para comprender lo que reconozco y envidio cada vez que miro las caras de los músicos en cualquier concierto): gente desvestida de discurso (lo más parecido a una orgía) consiguiendo hacer hablar al cuerpo, manifestaciones de simple emoción y, si hay suerte y todo encaja por un momento, consiguiendo una más grande entre todos. Participar garantiza momentos de gozo, felicidad auténtica que nadie debería morir sin experimentar, oportunidades de verdadera trascendencia metafísica: “À part dans l’acte sexuel, il y a peu de moments dans la vie où le corps exulte du simple bonheur de vivre, est rempli de joie par le simple fait de sa présence au monde.” Houellebecq lo expresa de una forma muy sencilla. A mí me excusa que aún estoy sólo aprendiendo a callarme.